Eran las ocho y veinte de la noche, temprano para un hombre nocturnino y prisionero de las veladas de otros pero tarde para el tendero, quien custodiaba los libros del Señor Castilla, el hombre más rico del pueblo, aquel que falleció hace no más de tres meses sin índole o herencia, ni familiares cercanos, tan solo acompañado de sus libros viejos y empolvados, los mismos que se encuentran en la tienda, los que el estado robo y puso a disposición de todos los campesinos sin preguntar a nadie, sin embargo ningún cliente los compraba, tan solo iban por motivos egoístas como estar solos recordando el pasado, juzgando a su difunto dueño y agradeciendo su expiración, otros iban a burlarse y retirarse dejando un escupitajo en la frontera que separaba el rustico olor a historia del fresco aire de afuera. Pero, había una mujer peculiar, era mayor, seguramente tenía la misma edad del viejo Castilla, ella tan solo entraba todos los días a la media tarde, entre las cinco y las seis y pasaba por alto todos los montones de libros, organizados por autor y pertinencia, dejaba su bolso en el mostrador del tendero, quien no le prestaba interés e iba a un banco color gris, se sentaba con las manos puestas en su regazo, se colocaba unos lentes grandes y redondos para luego quedarse como estatua observando la puerta de entrada sin decir una palabra ni moverse de su asiento hasta que el reloj marcara las ocho, aunque, no siempre era igual, los días miércoles repetía la misma rutina pero realizaba un cambio mínimo a la vista pero grande para ella según noté en su expresión, antes de colocar su bolso en el mostrador tomaba una libreta de anotaciones pequeña y a lo lejos parecía que dibujaba palitos cada que entraba una persona, habían días en los que arrancaba un par de hojas y las tiraba al cesto de basura y otros en los que simplemente cerraba su libreta y la guardaba me daba tanta curiosidad, ¿quién sería la señora? Yo la llamaba la contadora dentro de mi cabeza para que me resultara más fácil inventarme historias acerca de ella y su misteriosa misión.
No había entrado mucho a la librería del Señor Castilla, nada más a los primeros estantes donde se encontraban los autores más reconocidos, como Julio Verne o William Shakespeare, lleno de clásicos, sin embargo nunca tocaba nada, temía que las yemas de mis dedos se robaran la esencia de tales obras que quitaban el aliento a cualquiera, mi sueño y distante deseo era escribir aunque sea un libro que no se quedara tan solo en los ojos, más bien que viajara directo al corazón y escribiera allí como yo escribiría en el papel como aquellos libros de escritores con tantas historias que contar y con tanto corazón que dar, después de haber amado y conocido más allá de la puerta negra de su casa de concreto, seguramente ninguno era cautivo como yo...
Continuará...
Lucy A
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